Una ley penal es siempre un hecho político. Ello es así no sólo porque –como toda ley- es el resultado del ejercicio del poder que el pueblo otorga a sus representantes y que se traduce en el procedimiento de sanción de normas generales que prescribe nuestra Constitución, sino porque –además- esa significación política se hace más evidente cuando la legislación versa sobre el ejercicio del poder punitivo por parte del Estado.
Sin embargo, y aun cuando lo expresado no merezca demasiada discusión, desde la tradición jurídica clásica se ha pretendido siempre evitar que la tarea del jurista se vea afectada por valoraciones que se catalogaban como ajenas a su disciplina, proponiendo en consecuencia una neutralidad aséptica respecto del poder que en verdad no pudo sino traducirse en ignorancia u ocultamiento respecto de la funcionalidad política que ostenta toda construcción jurídica.