Hacia mediados de la década del noventa, la magnitud de la expansión de la democracia a nivel global era evidente: entre 1973 y 1996 el número de democracias en el mundo había llegado a triplicarse y buena parte de los académicos de las ciencias sociales coincidían en que el último cuarto del siglo XX iba en camino a ser reconocido como el periodo más grandioso de fermento democrático en toda la historia de la civilización moderna (Diamond y Plattner, 1996).
Esta tendencia estadística, que el politólogo norteamericano Samuel P. Huntington (1991) denominó “Tercera Ola de la democracia”, se expresaría de modo particular en cada espacio geográfico: así, las primeras experiencias de democratización en el Sur de Europa –Portugal (1974), Grecia (1974-75) y España (1975-82)– se extenderían, con posterioridad, a América Latina, Europa del Este y a algunos casos de África y Asia.
En el Este Asiático, sin embargo, el devenir de los acontecimientos demarcaría un serio contraste entre esas intenciones y la realidad. Mientras gobiernos recientemente democratizados como el de Filipinas, en 1986, y el de Corea del Sur, en 1987, comenzaban a poner mayor atención a los asuntos de derechos humanos en sus políticas exteriores; en la esfera regional –en donde la democracia era aún una excepción– el punto de vista de las elites de la Asociación de Naciones del Este Asiático (ASEAN)2 se mantenía invariable desde 1967: la defensa del principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados como base para la estabilidad regional era necesaria a los fines de preservar los regímenes políticos domésticos de las presiones por los “derechos humanos” desde los países occidentales” (Bauer, 1994).
Aunque este consenso había estado facilitado por la visión compartida de buena parte de las elites del Sudeste Asiático durante décadas, los cambios políticos y la emergencia de nuevos liderazgos aperturistas en los noventa darían cuenta de la existencia de otra perspectiva asiática sobre la problemática. Un punto de partida no menos significativo, dada la dimensión de su figura política en la región, lo constituyó la llegada al poder de Kim Dae-jung en Corea del Sur. Su liderazgo contribuiría fuertemente a institucionalizar en su país una posición diplomática opuesta a la de ASEAN: los derechos humanos son universales y las particularidades culturales no pueden ser utilizadas para justificar una violación de derechos humanos.
Planteadas las diferencias, no tardaría en desencadenarse un choque de visiones e intereses en la región acerca de la compatibilidad o no de la democracia y los derechos humanos con los “valores asiáticos”. En ese sentido, pocas situaciones reflejan tan claro las distintas miradas regionales hacia la democracia como el problema Myanmar.