Desde su gradual pero también, por qué no decirlo, impetuosa irrupción en la escena literaria o discursiva chilena (y aquí el adjetivo impetuosa remite a un contexto verdaderamente hostil a novedades o discursos críticos y severos con el cuestionamiento de la autoridad y el statu quo cultural), la obra de Diamela Eltit provocó estupor, resistencias, repudio, así como una negativa frontal a ser decodificada en términos de una textualidad que anclara en una arqueología de napas discursivas dentro de las cuales sus sentidos se restringieran, se admitieran, se organizaran bajo la forma de un sistema. Un sistema que encapsulara manifestaciones previas tanto como ulteriores, esto es, una serie literaria dentro de la cual ampararse. Más bien, por el contrario, respondía, desmesuradamente, a un programa radicalizado que procuraba, en el seno de las poéticas nacionales y mundiales, hallar un espacio propio de enunciación que ratificara esa teatralización dramatúrgica, especialmente trágica, que guionara la Historia chilena y latinoamericana como un neo-mito injusto y ultraconservador. Ello acontecía en virtud del tipo de personajes y de tramas que ponía en circulación, así como de idiolectos que inhibía o procedía a ignorar, a relegar a la periferia de los sentidos sociales.