La Educación Física arrastra, quizás más que cualquier otra área del conocimiento escolar, una serie de anacronismos y confusiones, tanto en sus prácticas como en los discursos que le dan justificación o explicación. El principal problema que nos desafía es romper con ciertos mandatos históricos que los sectores hegemónicos han intentado, con bastante éxito, imponer sobre las prácticas pedagógicas que han utilizado las prácticas corporales. Me refiero a aspectos ligados a: 1) la obediencia ciega a patrones de conducta que privilegiaron el sometimiento a la autoridad; 2) el cumplimiento de hábitos sanitarios dictados desde la lógica positivista del siglo XIX, adaptados hoy a nuevas pautas de sufrimiento y consumo; 3) la construcción de patrones de conducta generizados que han promovido y reproducido una desigualdad y desvalorización de las mujeres; 4) la construcción de ideales de cuerpo ligados a valores excluyentes o expulsores, como la excelencia estética (de acuerdo a ciertos patrones de belleza dominantes), la máxima eficacia motriz y la relación competitiva y descalificatoria hacia el cuerpo del otro. Paralelamente a estos mandatos y, creo que como un modo de reforzar su eficacia, también la Educación Física ha estado sometida a fuertes presiones ligadas a la necesidad de ocupar un espacio escolar desvalorizado en tanto espacio educativo, o al abandono directo de la tarea de enseñar, a través de variadas “estrategias silenciosas”.