Tengo la sospecha de que un año no tiene forma de parecerse a una cosa sino con el sostén del “empezar por algún lado”. Por eso me cuesta empezar a escribir sobre un año que viví y no recuerdo: 1989. Voy a tratar de enlazar momentos que me llevan a él y hacia algunas de sus repercusiones. Estas pueden ser infinitas, de hecho lo son sin que sepamos cuáles son, pero el recuerdo o el montaje de escribir hace lo suyo para que encontremos un sistema, un orden que debía estar. Esa es una tarea lícita del que recuerda ¿Pero dónde está la madera que estructura la memoria? ¿En la manera en que leemos? ¿En los amagues que hacemos entre lo anterior y lo que anhelamos? ¿En la “clasificación” del tiempo según gustos y pesadillas? Quizá en plantear un centro, un eje, el vector principal de un análisis. Pero también esto puede ser discutible. Es que los centros, como son muchos, demuestran que sumados y vistos desde lejos son una constelación arrancada al orden. La constelación de lejos, a su vez, solo puede ser un centro incomparable, una particularidad entre otras. Como el punto de una luna de Figari o Enrique Gandolfo o Diana Aisenberg. No termina de ser el centro pero es lo más importante. No termina de equilibrar nada, pero sostiene y hace respirar al plano donde aparece la totalidad por primera vez, ese conjunto de pequeñas luchas diseminadas tras la explosión de la memoria en el tapizado del tiempo.