Hacia 1857, mientras se trabajaba para poner en funcionamiento el primer ferrocarril, se sucedían múltiples protestas de los vecinos porteños. Argumentaban que las locomotoras eran peligrosas y que podían producir el derrumbe de los edificios en las calles donde pasaran. La situación movió a los hombres del gobierno a imponer una cláusula a los concesionarios, mediante la cual -si lo creían conveniente- tendrían que cambiar la locomoción a vapor por la de sangre. En agosto de ese año, sin embargo, se realizó un primer y accidentado viaje en los únicos 10 kilómetros de líneas férreras existentes.
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)