En el marco institucionalizado por la escuela suelen reproducirse algunos relatos, tradiciones y rutinas cuyo origen se remonta a un pasado mítico, rico en héroes y en proezas legendarias. Si nos referimos a la situación particular de las escuelas de arte, algunos docentes y alumnos suelen expresar su adhesión cuasi devota a determinadas verdades universales y absolutas con una fuerza de convicción tal que cualquier intento de plantear alguna duda respecto de la existencia misma de verdades absolutas sería fácilmente interpretado (y luego, socialmente condenado) como una herejía, un rasgo de ignorancia, barbarie, locura, brutalidad o ceguera —y así podríamos seguir, indefinidamente—. Este constructo emerge, entre otras cosas, en la admiración hacia individuos cuyo extraordinario talento innato los convierte en seres humanamente inalcanzables y en la exaltación de obras del pasado que —en términos de perfección— jamás podrán ser superadas.
Son varias las razones por las cuales el abordaje de estos supuestos y creencias resulta significativo; basta señalar que “esta mistificación contribuye a distorsionar el papel de la educación artística” (Hernández, 2000), y desdibuja el significado y la función del arte como disciplina curricular.