Cuando se me planteó colaborar con este Instituto se mencionaron los problemas o cuestiones de técnica legislativa e inmediatamente recordé una forma curiosa de nombrar a las leyes. Pertenece a Platón que las llamó escritos políticos. ¿Serán las cuestiones técnicas políticas? Pensé.
Recordé entonces algunos sitios donde había escuchado la palabra “político”. Y, en realidad, en mi formación como abogado evoqué que yo no había rendido una materia que se llamase derecho político. Lo que no me extrañó en absoluto porque estudié abogacía cuando en este País no imperaba el Estado de Derecho y la política y los políticos eran malas palabras. En mis estudios y en especial en los derecho penal, la palabra político o política poseía otras evocaciones.
Se oponía, por ejemplo, a ciencia dogmática, que se empecinaba en negar, en aquel entonces, todo contenido político, que eran cuestiones que no integraban la ley que estudiábamos. Los problemas políticos eran los problemas de una ley deseable pero inexistente. Claro que la palabra político se predicaba también de los delitos. Y los delitos políticos poseían un estatuto particular, que los ubicaba en una singular proximidad con las excepciones. Los delitos políticos, desde la Constitución de 1853, no podían ser castigados con la pena de muerte, y los delitos políticos eran esos que no podían (y no pueden) dar lugar a reincidencia ni a extradiciones. Para colmo de nuestra inquietudes, mi maestro, el Dr. Ouviña, nos desafiaba con un aserto que luego se convirtió en profecía de la mano de la impunidad de los delitos comunes: cualquier delito es político, afirmaba, basta imaginar que ocurriría si su comisión se generalizase.
Por otro lado, predicar la palabra político, o política de una determinada cuestión, implicaba que esa cuestión no iba ser posible revisarla por mecanismos jurisdiccionales. Las cuestiones políticas, en este mundo de fines de los sesenta, eran las irrevisables, o al menos, las irrevisables por los jueces.