La desigualdad global supone ser una cuestión autoevidente. Las sociedades tienen diversas culturas, desencadenan procesos históricos diferenciados y operan su subsistencia por procesos productivos donde se hilvanan recursos y técnicas propias con estrategias foráneas. Sin embargo, la desigualdad no se trata solo de condiciones prácticas de vida, sino de ventajas diferenciales de acceso a derechos, bienes y servicios de subsistencia y confort, dentro de la sociedades y entre unas sociedades respecto de otras, mediadas sus relaciones por instancias de producción, consumo y disposición de capital de acumulación. La desigualdad global suele medirse en función comparativa a través de variables como el producto bruto interno, los indicadores de salud, educación y consumo, las tasas de natalidad y mortalidad, la inserción relativa en el comercio exterior, las estrategias probables de adaptación a situaciones de riesgo, el compromiso ambiental y la capacidad bélica, entre otras tantas. Sin embargo, la desigualdad global no coincide necesariamente con la distribución de la renta global, ni mucho menos con la distribución de la renta interna o local.
La distribución de la renta global se diferencia de la distribución de la renta entre países. Una se refiere a la distribución de la riqueza mundial que se establece en base al porcentaje de acumulación bruta global obtenida de sectores del trabajo, la producción y la inversión financiera internacional y, la otra, a la capacidad diferencial de producción y acumulación de capital de cada Estado. El desplazamiento de recursos económicos locales hacia grupos económicos más aventajados, locales o trasnacionales, que a su vez externalizan sus rentas a economías neurálgicas -por estabilidad o porque históricamente les garantizan su rentabilidad sostenida- da cuenta de procesos por los que se redistribuye la renta global y por los que se afecta la distribución de la renta entre países y al interior de estos.