Para los antiguos griegos y desde una perspectiva política la posición que Sócrates adopta frente a su condena es una aberración. Allí tiene lugar un extraño movimiento según el cual uno de los pilares fundamentales de la politicidad griega, la autoridad de la ley, es al mismo tiempo y en un solo acto afirmado y sentenciado a muerte sin posibilidad de apelación. Cada vez que Sócrates fortalece frente a Critón su decisión de morir, no hace otra cosa que clavar más honda la daga en el corazón de Atenea y otorgar a la cicuta una verdad que no alcanzará para disculpar los sucesos que a pesar de ella vendrán posteriormente. Porque afirmar la ley por una convicción interna es negar la ley, y basta que una vez la palabra de la pólis sea cuestionada por la conciencia de un ciudadano para que se invierta la relación y sea él quien se sitúe en el origen de la legalidad. Si es posible afirmar que un juez es injusto es que ya no es juez, y esto es lo que hace Sócrates. Si la ley moral que hay en él guía sus actos no existe más un gobierno sobre su cabeza, su propia razón es ese gobierno. Sócrates no obedece la ley de Atenas, obedece a su conciencia que le dice que se someta al veredicto y de este modo condena a la pólis.