A mediados del siglo XVIII un genio ilustrado como Rousseau tenía asumida la trascendencia de la educación física y sensitiva como portal de la inteligencia y alimento del espíritu: “Como todo lo que entra en el entendimiento humano le llega por los sentidos, la primera razón del hombre es una razón sensitiva; es ella la que sirve de base a la razón intelectual: nuestros primeros maestros de filosofía son nuestros pies, nuestras manos, nuestros ojos. Sustituir por libros todo esto no es enseñarnos a razonar, es enseñarnos a servirnos de la razón de otros; es enseñarnos a creer mucho, y a no saber nunca nada” (Rousseau, J.J., 1990:159), solo un par de años más tarde el médico suizo Jean Ballexserd utilizó por vez primera el apelativo de educación física (1762) que ha llegado hasta nuestros días, aunque con una acepción básicamente profiláctica, que se mantuvo durante todo el siglo XIX, adoptando un sesgo claramente deportivo más tarde, durante la segunda mitad del siglo XX, y tecnocrático más recientemente, pero todos ellos modos de educar muy alejados del espíritu roussiniano.
Por todo esto no resulta baladí manifestar que la educación física moderna aún no ha nacido a la vida social. Desde Ballexserd hasta nuestros días la educación física profiláctica, deportivizada o tecnocrática ha significado un tipo de educación menor, incluso marginal, malgastando en buena medida lo mejor de su capital social.