Acaso fuera más apropiado hablar sobre la caducidad del gran relato. Tal vez sí, tal vez no. ¿Se puede concebir la historia sin su condición de relato? De un largo y recio relato, de una vasta epopeya, coordenada y direccionada por una portentosa autoridad.
La sentencia será vislumbrada dentro de muchos años, tal vez siglos. Sólo una cosa es segura: aquel gran relato que ha sido estructurado a partir de la modernidad está en crisis. Millones y millones lo siguen empleando por no haber advertido su sinsentido pues son formateados por ello y no pueden pensarse fuera del mismo. No obstante, otros ya saben que este o cualquier otro gran relato es un fenómeno paradigmático, producto de un tiempo y de una constelación cultural en vez de ser una realidad eterna y metafísica; está hecho por el hombre para el uso humano, y como tal, nace, perdura, caduca.
Mientras tanto, desde sus entrañas o fuera de ellas, ya se engendró una nueva forma de narrarnos lo que pasó y explicarnos la relación del hombre con el universo, con el Otro y consigo mismo. El porqué y el para qué de la existencia.
Reducida frecuentemente a una bonita y didáctica tabla cronológica o a su humilde hermana que ha hecho la vida más fácil a millones de niños en este mundo en forma de cinta del tiempo. Pero con esta primorosa humildad se evita enfrentar a una realidad ya sabida por Aristóteles, insistida por Thomas Mann y Borges, confirmada por Prigogine (para mencionar algunos entre los más notorios): el tiempo es una concepción humana, según corresponde a la forma y manera de crear y creer el mundo del momento.
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)