Quisiera apelar al lector, sobre todo al joven lector, para que admita una licencia en este artículo, y también a los editores: prefiero elegir un tono personal para refe- renciar el Mundial 78, más que avanzar desde un criterio académico o científico.
Para los que atravesamos los 40 de edad, el Mundial 78 constituye uno de esos hechos que la literatura y la costumbre gustan de denominar como "significativo". También se ocupan del término, con el pasar del tiempo, la dignidad y la memoria. La implicancia de este concepto refiere menos a la discusión de café sobre la validez del campeonato que al cachetazo que el correr de la historia le puede propinar a un desprevenido. Máxime cuando ese desprevenido es parte de un pueblo confundido y confuso y apenas tiene 12 años.
Es cuanto menos curioso que a 30 años de aquel Mundial, disputado en Argentina, protagonizado por argentinos y celebrado por muchos argentinos, al país todavía lo seduzca más el debate sobre la legitimidad de la goleada a Perú, que la incómoda tarea de reacomodar la historia a propósito de la mayor masacre que registra, justamente, su historia.
La ciudad de La Plata, soterrada como muchas, abatida como pocas, también fue, por supuesto escenario de ese Mundial. Y lo fue desde unos cuantos días antes de su inicio: cuando nos enseñaban esquemas marciales en Educación Física porque todos los alumnos debían estar preparados para la fiesta inaugural; cuando las milicadas dejaban muertos frente a los ojos de los chicos, cuando nos obligaban a abandonar el potrero porque querían limpiar la plaza para los turistas.
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)