Cuando tenía once años y en la escuela, o en el barrio, me interrogaban con la eterna pregunta: ¿qué vas a ser cuando seas grande?, mi respuesta era quiero ser antropóloga. Muchos me miraban asombrados aunque, creyendo advertir de qué se trataba la antropología, decían: ¡ah, vas a estudiar los huesos! (faltaba agregar de dinosaurios, claro está). Ante tal afirmación la desconcertada era yo, pues no podía entender cómo los adultos no sabían que ¡la antropología no estudia a los dinosaurios! Otros, los menos, es decir, mi entorno familiar más cercano y mis amistades conocían acerca de dicha disciplina, quizás porque sintieron la necesidad de profundizar frente a mis inquietudes científicas.