A lo largo de las últimas décadas, el campo de estudios sobre la memoria y, específicamente, aquel referido al proceso de violencia y radicalización política sobre los años sesenta y setenta, ha sido un territorio fértil para analizar los consensos y las disputas en torno a la construcción de sentidos sobre lo ocurrido y el modo de narrar ese pasado. Asimismo, las transformaciones sociohistóricas y los desplazamientos historiográficos de la posdictadura se han articulado con la incorporación de novedosos marcos teóricos, principios metodológicos y supuestos epistemológicos, que han generado un espacio de reflexión intelectual y académica capaz de visibilizar nuevas formas de acercamiento a los procesos de memoria, atendiendo a reponer dimensiones analíticas, muchas veces, relegadas de las interpretaciones hegemónicas sobre los setenta.
En este sentido, la emergencia de cierta producción estética sobre la problemática, realizada por hijos/as de militantes de aquellos años (muchos/as de ellos/as, detenidos/as-desaparecidos/as) a partir del año dos mil, fue fundamental para la aparición de nuevos enfoques de comprensión sobre estos procesos de rememoración. Entre ellos, la dimensión afectiva ha cobrado una importante relevancia en la renovación del campo de estudios y ha permitido iluminar los procesos de memoria, intentando exponer el carácter experiencial, corporal y sensible de estas formas de producción de sentido socio-histórico.
Marta Dillon es – y ha sido- parte vital de la emergencia de estas producciones y, si bien su obra ha trascendido esta problemática, sus textos Aparecida (2015) y Vivir con virus (2016) recuperan la dimensión de los afectos como vectores analíticos y marcas ineludibles de la escritura.