Conocí a don Pío Baroja en dos grandes momentos de su vida. La primera vez, la del hombre humilde, errante y arisco, en los largos días de su voluntario destierro en París, durante la Guerra Civil española; la segunda, la del hombre humilde, quieto y arisco, en Madrid, en 1952, cuando la muerte ya le andaba rondando el sillón en el que reposaban sus últimos años, sin otro cambio aparente que el del desgaste de su energía física.