Cuando en el aeródromo de Orly (París), subí al avión que había de transportarme a Belgrado, me embargaba una sensación de rara curiosidad. Integrante de una delegación de becarios del Centro Internacional de la Infancia, con sede en París, nos dirigíamos a Yugoeslavia donde se desarrollaría parte del curso de pediatría social organizado por aquella institución, que congrebaba representantes de 24 países.