Vivimos y enfrentamos un mundo afectado por una posibilidad de información sin parangón en la historia. Quizá sea un lugar común enunciarlo, lo mismo que indicar los medios técnicos-científicos de esta civilización tecnológica que promueven y facilitan la actual “invasión” informativa cuya dimensión abarca toda la redondez de la tierra. De alguna manera estamos, pasiva o activamente, sometidos a estos bienes -—según circunstancias ambientales y personales—, los cuales son en sí mismos factores del progreso y productos de la cultura. Lo que se acaba de afirmar no, significa que, necesariamente y siempre, dichos factores y productos sean vehículos de la cultura, es decir, que constituyen fuerzas que promueven y articulan, tanto en lo social como en lo individual, ese hondo sentido que hace a la educación humana en lo humano, por lo cual, razón y sentimiento tienden, por naturaleza y operatividad intrínseca, hacia una integración social y cultural con fisonomía humanística. Dicha fisonomía, si ha de poseer un nuevo sentido humanista o tienda hacia un panhumanismo —atento a los signos que configuran situaciones y movimientos en una sociedad de masas con proyecciones internacionales— se juega, hoy como nunca (y habría que estar muy distraído para no darse cuenta), enfrentando dos situaciones en crucial disyuntiva: por un lado, las conciencias individuales con sus libertades personales; por otro lado, la necesaria inserción de ellas en el complejo social en cuanto justicia y derecho, reclamo y defensa.
Sin lugar a dudas, dichos problemas, felizmente, emergen de un fondo ya estructurado, sobre un bien adquirido con años de siglos, configurando un patrimonio social y formas de conciencia indudablemente compartidas por todos: la no existencia de una esclavitud de derecho.
Entre todas las conquistas del hombre, la no esclavitud de derecho es la que marca un auténtico progreso humano que puede cualificar al real sentido de la zarandeada palabra humanismo.